Una de las controversias que se plantea con más frecuencia en la práctica cotidiana es la división judicial de patrimonios.
Podríamos decir que nuestro ordenamiento jurídico tiene aversión por las situaciones de copropiedad o que, al menos, las considera como situaciones que han de ser transitorias.
Así, el Artículo 400 del Código Civil nos dice que “Ningún copropietario estará obligado a permanecer en la comunidad. Cada uno de ellos podrá pedir en cualquier tiempo que se divida la cosa común.”
En contrapartida a este derecho del comunero a solicitar en cualquier tiempo la división nos encontramos con un catálogo cerrado de causas de oposición a la misma como puede ser “el pacto de conservar la cosa indivisa por tiempo determinado, que no exceda de diez años” del segundo párrafo del mismo artículo 400.
La cuantía del procedimiento es el valor del bien a dividir y los honorarios de abogados y procuradores se calculan según las cuotas de cada comunero, llegando a suponer, en consecuencia, un porcentaje muy elevado del valor del bien, todo ello sin considerar el descalabro de una eventual condena en costas.
El procedimiento supone además una considerable pérdida de tiempo muy a tener en cuenta sobre todo en la actual situación de desplome del mercado inmobiliario.
Si en general es cierto el dicho de que más vale un mal acuerdo que un buen pleito, en este caso lo es especialmente. El orgullo puede costar mucho dinero. Y en vista de lo que se pierde si no se alcanza un acuerdo, el margen para la negociación es amplio.
No nos corresponde a nosotros considerar las consecuencias extra jurídicas de judicializar estas cuestiones cuando se dan en el ámbito familiar, más gravosas si cabe que las materiales.
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